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I
Máquinas-dioses. La vuelta al hombre esclavizado.


Metrópolis es la expresión de un ideario mitológico que traslada creencias y saberes heredados de las primeras civilizaciones a un escenario contemporáneo e, incluso, futurista que gira en torno a la figura del ser humano. Se nos presenta un mundo utópico, una ciudad poderosa que predomina sobre el resto, pero que encierra un mal endémico en su interior. Toda esa brillantez aparente queda enmascarada por la subordinación del hombre a la máquina (el fin por encima de los medios) que lo conlleva a su esclavización.

Así, las llamadas máquinas-dioses, que permiten el funcionamiento y el crecimiento de la ciudad, son incluso comparadas con deidades asentadas en sus templos blancos. Encontramos máquinas que representan a las distintas civilizaciones primigenias: Baal, el padre de todos los dioses babilonios; Huitzilopochtli, el Dios del Sol azteca; Durga, la forma de la diosa hindú Devi con ocho brazos cabalgando sobre un león; Asa Thor, el dios del trueno del pueblo nórdico; y Moloch, el dios del fuego purificador de los fenicios, con figura de hombre sentado y cabeza de carnero, representado en el filme en clara evocación a la escena más famosa de Cabiria (1914) de Giovanni Pastrone.

Atravesé las salas de las máquinas; eran como templos. Todos los grandes dioses vivían en templos blancos. Y todo máquinas, máquinas, máquinas que vivían su vida divina, confinadas en pedestales como las deidades en los tronos de sus templos. Sin ojos, pero viéndolo todo; sin oídos, pero oyéndolo todo; sin voz, y sin embargo agitando el aire de los templos con el aliento eterno de su vitalidad.

Con ellas, también aparecen instrumentos o elementos destacados en tantas otras culturas como el Carro de Juggernaut que traslada a Krisna, la reencarnación de Visnú; las Torres del Silencio mazdeístas en que se trasladaban los cadáveres en descomposición; la Cimitarra que Mahoma lega a su pueblo; o las Cruces del Gólgota donde murió Jesucristo junto a los ladrones.

Todas ellas dispuestas en las salas de máquinas de la Nueva Torre de Babel, en los primeros niveles soterrados bajo la gran Metrópolis, alimentadas mediante el trabajo de los hombres.

Y junto a las máquinas-dioses, sus esclavos: los hombres, hombres atrapados entre la multitud y la soledad de la máquina. No tienen cargas que llevar, la máquina las lleva. No tienen que alzar y que empujar, eso lo hace la máquina. Cada uno en su sitio, cada uno ante su máquina, sólo deben hacer una cosa, repetir eternamente lo mismo: en el instante preciso, el gesto preciso; siempre la misma palanca en el segundo exacto. Tienen ojos pero están ciegos a no ser para un punto: la escala del manómetro. Tienen oídos, pero están sordos a no ser para un sonido: el siseo de la máquina. Vigilan y vigilan sin otro pensamiento que esta obsesión: si descuidaran su vigilancia la máquina despertaría de su sueño aparente y se desbocaría hasta hacerse pedazos. Y la máquina, que no tiene inteligencia, con su vigilancia intensa absorbe el cerebro paralizado de su vigilante; y no se detiene nunca, sigue absorbiendo, y no se detiene, hasta que aquel cerebro agotado rige un cuerpo que ya no es un hombre ni una máquina, sino algo seco, vacío, desolado.

Se sugiere, en definitiva, la alienación del hombre industrial, postulada en los escritos de Marx, que sacrifica su vida en pos del 'culto', de la 'veneración' a la máquina para poder alimentarla. La máquina-dios se trata de una especie de nuevo referente ideológico, al igual que lo fueran las deidades de las primeras culturas a los que se rendía pleitesía mediante ofrendas y sacrificios. En definitiva, el hombre futuro -o presente- subordinado a la insaciable producción industrial no parece resultar tan ajeno al hombre primitivo cuyo mundo giraba en torno a un teísmo dominante.



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Parte II. La Nueva Torre de Babel. El corazón como mediador.