Intervención en el Silo de Santa Catarina da Fonte do Bispo, Tavira (Portugal)
Luisa Barbudo Morales, Luisa Daza Reyes y Miguel F Rabán Mondéjar
Un silo es un contenedor. Su
existencia se debe a la necesidad de hacer frente al almacenamiento de materias
primas que lo poblarán durante un espacio de tiempo limitado: llegado el
momento de la llamada, abandonarán los depósitos para servir a la
impasible cadena de producción y distribución. Sus destinos, dicho sea de
paso, habrán de ser tan múltiples como inciertos.
Al tratarse de una tipología tan
específica, es lógico que cada recinto, cada umbral y cada secuencia estén
pensados desde una lógica que trata de dar cabida a un proceso continuado de
fases que articulan el desplazamiento de partículas que buscan su lugar de
acomodo.
Por tanto, se trata de un
complejo apenas susceptible al cambio, a todas esas constantes evoluciones y
mejoras en las maquinarias responsables del transporte, clasificación y reparto
del material confinado. Producto de esta incapacidad de prever las
contingencias futuras es la aparición de una suerte de paisajes que, a modo de
los musgos y jaramagos que evidencian la temporalidad de las arquitecturas
maduras, van inmiscuyéndose en los resquicios, en los intersticios, y no escatiman
en medios si para abrirse paso resulta preciso fragmentar, atravesar u ocupar
muros y techos.
El resultado es un mundo de
raíces, troncos y ramas de acero cuyo entramado, improvisado pero necesario, se
muestra tan complejo como eficaz: sus trayectorias y formas, por
incomprensibles y caprichosas que pudieran resultar, posiblemente sean las óptimas
para garantizar su funcionamiento sin
por ello malgastar material, y por ende, tiempo y costes.
Una naturaleza salvaje,
discontinua, inestable. Raíces que emergen del suelo, troncos que atraviesan
techos y ramas que habitan paredes. Paisajes que parecen surgir del azar y del
tiempo.