En 1968, durante la noche del 14 al 15 de Octubre, un terremoto de 6.4 grados en la Escala de Richter sacude el valle del río Belice, que atraviesa de norte a sur el extremo oeste de la isla de Sicilia, con consecuencias devastadoras. El fatídico resultado es de 370 víctimas mortales, un millar de heridos, cerca de 70.000 desplazados y 14 localidades golpeadas por el sismo, entre las cuales destacan Poggioreale, Salaparuta, Montevago, Salemi y Gibellina.
El arquitecto italiano Francesco Venezia, nacido en Lauro (Avellino) en 1944, junto a otros arquitectos relevantes como Franco Purini, Umberto Riva o Álvaro Siza, participa en el llamado Plan Belice ´80, basado en la reconstrucción de las ciudades afectadas por el terremoto a través de distintas intervenciones de restauración y revalorización. El Plan Belice ´80 surge como producto de la oportunidad que se presenta, tras la catástrofe, de reconstruir de un modo racionalizado, a través de las técnicas y criterios del momento, las ciudades afectadas, tratando de aunar arquitectura y urbanismo, y reuniendo a especialistas en el campo del patrimonio y la rehabilitación.
De esta forma, Venezia realiza proyectos de distinta índole en la zona a lo largo de la década de los 80, entre los que destacan el teatro al aire libre en Salemi, un espacio público en Salaparuta, dos “jardines secretos” y un museo en Gibellina, siendo este último el proyecto más notable de los que desarrolla en Sicilia.
La pequeña localidad de Gibellina (del árabe Gibel Zhir, montaña pequeña), de poco más de 5.000 habitantes, eminentemente agrícola, quedó completamente destruida tras el terremoto. La población superviviente se vio obligada a abandonar el lugar arrasado, y se trasladó a unos 20 kilómetros de distancia, comenzando a erigir Gibellina Nueva. Se pretendía convertir la nueva ciudad en un enorme museo, con muestras artísticas repartidas en toda su extensión, algunas de ellas de creadores de entidad como Pomodoro, Consagra o Long. En este contexto, se le encomienda a Venezia la creación de un museo en el cual se exhibirían obras de arte contemporáneo referidas a la tragedia, y en el cual figuraría un trozo de la fachada del Palazzo di Lorenzo, de estilo neoclásico, que aún se mantenía en pie, rodeada de escombros, en el centro de la antigua Gibellina, permitiendo de este modo que el fragmento permaneciera protegido en un espacio cerrado, como testimonio permanente de la catástrofe.
En cierta medida, también tuvo que ver en el desplazamiento del fragmento de la fachada del Palacio a la ciudad nueva la acción que el artista italiano Alberto Burri efectuaría sobre Gibellina Antigua poco tiempo después, consistente en el recubrimiento de los escombros mediante cemento blanco, conservando las trazas de la ciudad fantasma, y otorgándole de este modo una cierta entidad de lo urbano, completamente perdida con el terremoto.
Lo que, en principio, iba a ser un encargo de mera restauración conservativa, Venezia lo transforma en un proyecto arquitectónico en toda regla: sitúa al museo en uno de los límites de la ciudad, como transición entre esta y el campo siciliano, estructurándolo como un paralelepípedo vacío de 40x10 metros, delimitado por cuatro muros que se engrosan en las caras norte y este, permitiendo en el primer caso la aparición de un espacio de reflexión y descanso, y en el segundo, un espacio alargado de dos plantas destinado a albergar las exposiciones culturales del museo. Es precisamente en la cara este en donde se ubica el fragmento de fachada conservado, antecediendo al espacio cultural, encerrada (y protegida) en el patio configurado por los muros de piedra, pero, a la vez, manteniendo su anterior condición de fachada.
Uno de los aspectos clave del proyecto son los recorridos; de forma que, al acceder al edificio, una rampa flanqueada por altos muros pétreos va ascendiendo progresivamente hasta alcanzar el nivel correspondiente a la segunda planta del museo. Aquí se plantea una bifurcación interesante: hacia la izquierda, una rampa que desciende a lo largo del patio y desde la cual se observa la fachada conservada; hacia la derecha, una horadación en el muro se abre a una pasarela semicircular de madera que conduce a la zona de exposición, pasando de esta forma de un espacio abierto interior a un espacio cerrado interior a través de un espacio cerrado exterior.
Las pendientes de bajada y subida, los recorridos largos y sinuosos conformados a modo de espiral, tratan de evocar la experiencia de pasear por la antigua Gibellina, por sus calles escalonadas y escarpadas; e incluso las esculturas modernas dispuestas a lo largo del espacio museístico buscan transmitir una reflexión en torno a lo sucedido en la ciudad golpeada, de forma que puede afirmarse que continente y contenido van de la mano.
Sin embargo, Venezia también plantea un segundo acercamiento al edificio: un acceso secreto, a modo de los jardines que dispone en la ciudad, mediante un camino escalonado, localizado tras las columnas de una pérgola que antecede al edificio, que desemboca en el muro oriental del patio, en donde un pequeño hueco permite observar la fachada del Palazzo di Lorenzo. Tras sus ventanas, que antes aguardaban más allá de sus cristales las habitaciones del palacio, ahora se vislumbran los campos sicilianos.
La principal virtud de la intervención de Venezia reside en su capacidad para revalorizar la memoria de la ciudad destruida, a través de un símbolo que, en lugar de ser expuesto como una muestra más del museo, mantiene su anterior entidad de fachada, y se convierte en parte integrante del edificio, además de mantenerse protegido, como se requería en primera instancia, por los muros exteriores del patio.
Los cuidados recorridos, polivalentes, con constantes cambios entre ambientes exteriores e interiores, permiten que el proyecto no se reduzca al fragmento de fachada allí trasladado, sino que presente una propia esencia, un signo de identidad, en donde se aprecian claramente las directrices habituales en la obra del arquitecto italiano.
Asimismo, es oportuna la concepción del museo como si de la propia ciudad se tratara, con obras aisladas, dispuestas no sólo dentro del espacio expositivo, sino incluso a extramuros, de forma que sean contempladas por los visitantes individualmente. El hecho de que se encuentren dispersas, anima a un análisis más riguroso de cada una de ellas: invita a la reflexión, intención que se pone de manifiesto tanto en el espacio protegido que dispone Venezia tras uno de los muros del patio, presidido por una de las piezas del museo, como en el hecho de que cada una de ellas guarde correlaciones simbólicas con la catástrofe acaecida en Gibellina Antigua.
Es de lamentar, en cambio, el mantenimiento del edificio, de forma que, pese haber sido terminado hace tan sólo una veintena de años, presenta un aspecto actual de abandono, con hierbas que pueblan sus pavimentos, y un desgaste reseñable en sus fachadas exteriores. Una auténtica paradoja, teniendo en cuenta que el edificio está construido en su totalidad en piedra, un material tradicionalmente asociado a la perdurabilidad.
En cualquier caso, la labor del arquitecto italiano en torno al problema que constituye un proyecto de rehabilitación con una importante carga emocional como este, es encomiable y ha de servir de referencia para intervenciones similares que se lleven a cabo en el futuro.
De esta forma, Venezia realiza proyectos de distinta índole en la zona a lo largo de la década de los 80, entre los que destacan el teatro al aire libre en Salemi, un espacio público en Salaparuta, dos “jardines secretos” y un museo en Gibellina, siendo este último el proyecto más notable de los que desarrolla en Sicilia.
La pequeña localidad de Gibellina (del árabe Gibel Zhir, montaña pequeña), de poco más de 5.000 habitantes, eminentemente agrícola, quedó completamente destruida tras el terremoto. La población superviviente se vio obligada a abandonar el lugar arrasado, y se trasladó a unos 20 kilómetros de distancia, comenzando a erigir Gibellina Nueva. Se pretendía convertir la nueva ciudad en un enorme museo, con muestras artísticas repartidas en toda su extensión, algunas de ellas de creadores de entidad como Pomodoro, Consagra o Long. En este contexto, se le encomienda a Venezia la creación de un museo en el cual se exhibirían obras de arte contemporáneo referidas a la tragedia, y en el cual figuraría un trozo de la fachada del Palazzo di Lorenzo, de estilo neoclásico, que aún se mantenía en pie, rodeada de escombros, en el centro de la antigua Gibellina, permitiendo de este modo que el fragmento permaneciera protegido en un espacio cerrado, como testimonio permanente de la catástrofe.
En cierta medida, también tuvo que ver en el desplazamiento del fragmento de la fachada del Palacio a la ciudad nueva la acción que el artista italiano Alberto Burri efectuaría sobre Gibellina Antigua poco tiempo después, consistente en el recubrimiento de los escombros mediante cemento blanco, conservando las trazas de la ciudad fantasma, y otorgándole de este modo una cierta entidad de lo urbano, completamente perdida con el terremoto.
Lo que, en principio, iba a ser un encargo de mera restauración conservativa, Venezia lo transforma en un proyecto arquitectónico en toda regla: sitúa al museo en uno de los límites de la ciudad, como transición entre esta y el campo siciliano, estructurándolo como un paralelepípedo vacío de 40x10 metros, delimitado por cuatro muros que se engrosan en las caras norte y este, permitiendo en el primer caso la aparición de un espacio de reflexión y descanso, y en el segundo, un espacio alargado de dos plantas destinado a albergar las exposiciones culturales del museo. Es precisamente en la cara este en donde se ubica el fragmento de fachada conservado, antecediendo al espacio cultural, encerrada (y protegida) en el patio configurado por los muros de piedra, pero, a la vez, manteniendo su anterior condición de fachada.
Uno de los aspectos clave del proyecto son los recorridos; de forma que, al acceder al edificio, una rampa flanqueada por altos muros pétreos va ascendiendo progresivamente hasta alcanzar el nivel correspondiente a la segunda planta del museo. Aquí se plantea una bifurcación interesante: hacia la izquierda, una rampa que desciende a lo largo del patio y desde la cual se observa la fachada conservada; hacia la derecha, una horadación en el muro se abre a una pasarela semicircular de madera que conduce a la zona de exposición, pasando de esta forma de un espacio abierto interior a un espacio cerrado interior a través de un espacio cerrado exterior.
Las pendientes de bajada y subida, los recorridos largos y sinuosos conformados a modo de espiral, tratan de evocar la experiencia de pasear por la antigua Gibellina, por sus calles escalonadas y escarpadas; e incluso las esculturas modernas dispuestas a lo largo del espacio museístico buscan transmitir una reflexión en torno a lo sucedido en la ciudad golpeada, de forma que puede afirmarse que continente y contenido van de la mano.
Sin embargo, Venezia también plantea un segundo acercamiento al edificio: un acceso secreto, a modo de los jardines que dispone en la ciudad, mediante un camino escalonado, localizado tras las columnas de una pérgola que antecede al edificio, que desemboca en el muro oriental del patio, en donde un pequeño hueco permite observar la fachada del Palazzo di Lorenzo. Tras sus ventanas, que antes aguardaban más allá de sus cristales las habitaciones del palacio, ahora se vislumbran los campos sicilianos.
La principal virtud de la intervención de Venezia reside en su capacidad para revalorizar la memoria de la ciudad destruida, a través de un símbolo que, en lugar de ser expuesto como una muestra más del museo, mantiene su anterior entidad de fachada, y se convierte en parte integrante del edificio, además de mantenerse protegido, como se requería en primera instancia, por los muros exteriores del patio.
Los cuidados recorridos, polivalentes, con constantes cambios entre ambientes exteriores e interiores, permiten que el proyecto no se reduzca al fragmento de fachada allí trasladado, sino que presente una propia esencia, un signo de identidad, en donde se aprecian claramente las directrices habituales en la obra del arquitecto italiano.
Asimismo, es oportuna la concepción del museo como si de la propia ciudad se tratara, con obras aisladas, dispuestas no sólo dentro del espacio expositivo, sino incluso a extramuros, de forma que sean contempladas por los visitantes individualmente. El hecho de que se encuentren dispersas, anima a un análisis más riguroso de cada una de ellas: invita a la reflexión, intención que se pone de manifiesto tanto en el espacio protegido que dispone Venezia tras uno de los muros del patio, presidido por una de las piezas del museo, como en el hecho de que cada una de ellas guarde correlaciones simbólicas con la catástrofe acaecida en Gibellina Antigua.
Es de lamentar, en cambio, el mantenimiento del edificio, de forma que, pese haber sido terminado hace tan sólo una veintena de años, presenta un aspecto actual de abandono, con hierbas que pueblan sus pavimentos, y un desgaste reseñable en sus fachadas exteriores. Una auténtica paradoja, teniendo en cuenta que el edificio está construido en su totalidad en piedra, un material tradicionalmente asociado a la perdurabilidad.
En cualquier caso, la labor del arquitecto italiano en torno al problema que constituye un proyecto de rehabilitación con una importante carga emocional como este, es encomiable y ha de servir de referencia para intervenciones similares que se lleven a cabo en el futuro.