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Aletheia

Ruina. Acción natural y humana.

Hablar del tiempo lo es también del desplazamiento, así como para hablar de construcción es igualmente necesario referirse a la ruina, a las fracturas y escombros.

Lo ruinoso, en nuestro contexto, puede ser entendido como el estado decadente de lo construido, puesto de manifiesto a través del derrumbe parcial o total del mismo, y también de la proliferación de especies vegetales, grietas, irregularidades… La ruina pudo haber sido provocada bien por desastres naturales (terremotos, erupciones volcánicas, maremotos, vendavales…) o bien por la acción (o la inacción) humana (guerras, despoblación, falta de mantenimiento…).

Las ruinas producidas por desastres naturales se caracterizan principalmente por su acción súbita, inesperada; aconteceres capaces de devastar ciudades enteras y grandes extensiones territoriales en un corto periodo de tiempo. Y, como ejemplo paradigmático de la devastación 'instantánea' es preciso destacar la romana ciudad de Pompeya, sumergida bajo la lava del volcán Vesubio, junto a la ciudad de Herculano, en el año 79 a.C. Lo realmente sorprendente de las ruinas de Pompeya es que la velocidad fulgurante del magma discurriendo sobre la ladera del volcán, paradójicamente, fue capaz de congelar la ciudad en un instante, como si se hubiera parado algún reloj del tiempo. Así lo testifican el vaciado de los cuerpos humanos perfectamente conservados, que, sin tiempo suficiente como para huir de las llamas cayeron bajo el manto ocre vomitado por el volcán.


Apenas un siglo más tarde, concretamente en el año 64 d.C., tras el gran incendio de Roma, Nerón decide construir la Domus Áurea (Casa de Oro). El palacio finalmente quedó incompleto y deteriorado por las llamas en el año 104, y tras la muerte de Nerón, su sucesor, Trajano, decide cubrirlo de escombros y construir unos baños, bajo los cuales hoy día permanece sepultado parte del mismo. Ruinas ocultas, bajo tierra, bajo un edificio; un palacio que se convierte en cueva oculta. Es más, parte de las estancias de la Domus Aurea permanecieron desconocidas hasta el siglo XV, olvidadas, sepultas en el tiempo.



Dando un salto en el tiempo, uno de los momentos más convulsos del siglo XX como lo supone la II Guerra Mundial, queda escenificado en un pequeño pueblo de la región francesa de Lemosín. El carácter repentino de la acción natural sobre lo construido resulta irrefrenable, pero más contundente y cruel es, si cabe, la destrucción humana; Oradour-sur-Glane es un testimonio 'viviente' de los horrores de la autodestrucción humana. En 1944, mientras tenía lugar la Batalla de Normandía, los nazis arrasan Oradour asesinando a toda su ciudadanía en la iglesia del pueblo, con el fin de intimidar a la Resistencia. Una vez finalizada la guerra, Charles de Gaulle ordena mantener intactas los restos de la villa masacrada, acción motivada porque, en términos del propio líder francés “Oradour-sur-Glane es el símbolo de las desgracias de la patria. Conviene preservar su recuerdo, pues hace falta que nunca más semejante horror se reproduzca”. “Urge no hacer nada”, en definitiva. Y es cierto que la ciudad fantasma sobrecoge, al ver los coches oxidados, las fachadas huecas, los raíles del tranvía..., la ciudad con sus heridas abiertas sin poder cicatrizar, otro escenario, como el de Pompeya, con el reloj parado, y con la fuerte carga emocional de haber sido víctima de un suceso atroz.


De muy distinta naturaleza son las ruinas producidas por el abandono, por el descuido humano, donde el tiempo es el principal responsable del desgaste y la naturaleza pretende reconquistar el lugar y poblar los intersticios de los muros erosionados. Uno de muchos escenarios posibles es el monasterio románico tardío de Santa María de Moreruela, ubicado en la provincia de Zamora, erigido entre los siglos XII y XIII sobre un antiguo monasterio del siglo IX. De dimensiones muy ostensibles para el estilo en que está erigido, actualmente sólo se mantiene en pie la cabecera y parte del transepto de la iglesia.


Resulta evidente que hay algo atrayente en la ruina, que nos retrotrae a fases atávicas en que lo amorfo aguardaba forma alguna de ordenación, dando paso a la materialización mental de alterrealidades latentes. 

En esta línea de admiración hacia lo ruinoso gira el proyecto no construido de Jiménez Torrecillas que confiere ese papel protagonista a la ruina como evocación del pasado y valor en sí misma, proponiendo habitarla. Al arquitecto granadino le sugieren intervenir sobre los vestigios de un antiguo convento de monjas, de tal manera que aprovecha todo el perímetro edificable del que dispone para construir un contorno rectangular alrededor de las ruinas, convirtiéndolas en el núcleo de la casa, en el patio de la misma, pudiendo acceder a ellas y recorrerlas como si de un laberinto se tratase.



El desvelo. La memoria

Este sucinto recorrido no lineal en torno a la ruina, a las causas que la provocan, a las diversas reacciones sociales ante ella conforma el contexto idóneo para desarrollar la intervención del arquitecto italiano Francesco Venezia en un pequeño pueblo de la isla de Sicilia. En 1968, durante la noche del 14 al 15 de octubre, un terremoto de 6.4 grados en la escala de Richter conmueve el valle del río Belice, que atraviesa de norte a sur el extremo oeste de Sicilia. El resultado es de 370 víctimas mortales, un millar de heridos, cerca de 70.000 desplazados y 14 localidades golpeadas por el sismo. Entre ellas, la pequeña localidad de Gibellina, de poco más de 5.000 habitantes, que quedó totalmente destruida. La población superviviente se vio obligada a abandonar la zona, trasladándose a 20 kilómetros de distancia erigiendo Gibellina Nueva. En pleno levantamiento de la nueva ciudad, se le encomienda a Francesco Venezia una serie de proyectos de distinta entidad, entre los que figura un museo. Este encargo concretamente partía del deseo de conservar la parte de la fachada del Palacio de San Lorenzo, de estilo neoclásico, situado en la zona céntrica de la Gibellina Antigua, que supo resistir el movimiento sísmico, y trasladarlo a Gibellina Nueva, protegiéndola en un espacio cerrado, y aislándola de la nueva ciudad que por aquel entonces se encontraba en construcción. Lo que, en primera instancia, iba a ser una mera restauración conservativa termina siendo un proyecto arquitectónico.

En este caso, la ruina y el desplazamiento acaban siendo preámbulos de la reconstrucción. En este sentido, resulta sugerente la idea de pensar el edificio como ente, capaz de reencarnarse, de morir y renacer de sus propias cenizas, cual ave fénix, tomando al ser humano como intermediario para poder lograrlo. En definitiva, las distintas formas en que se nos presenta la misma esencia, como sugería la obra de Lara Almarcegui “Montaña de escombros”, y que en este proceso que implica el proyecto alcanza cotas muy significativas. Está aquí latente la simetría entre ruina y construcción.

Al mismo tiempo que se iba levantando la nueva ciudad, al igual que el museo de Venezia, el artista italiano Alberto Burri interviene sobre la antigua Gibellina, llevando a cabo una obra conocida como el “Grande Cretto”, que se desarrolla a través del recubrimiento de los restos de la ciudad destruida mediante cemento blanco, mostrando simplemente las trazas de la antigua ciudad, otorgándole de esta forma una cierta entidad de lo urbano, completamente perdida con el terremoto, y que se trata de uno de los ejemplos más destacados del land art. En cierta medida, la acción de Burri sobre la ciudad fantasma propició el traslado de la fachada al museo de Gibellina.

Hablando, ya en términos generales, del proyecto de Venezia, el museo se estructura según un paralelepípedo vacío de 40x10 metros, delimitado por cuatro muros que en las caras norte y este se engrosan permitiendo en el primer caso la aparición de un espacio de reflexión y descanso, sin una utilidad práctica concreta, y en la este, en la que se localiza la mencionada fachada histórica, encerrada en el patio configurado por los muros tal como las ruinas del proyecto de Torrecillas,  un espacio de dos plantas para exposiciones culturales.
           
Uno de los aspectos claves del proyecto son los recorridos, de forma que, al llegar al edificio, una rampa flanqueada por altos muros va ascendiendo hasta llegar a lo que correspondería al nivel de la segunda planta del museo. Aquí el arquitecto plantea una bifurcación interesante, hacia la izquierda, una rampa que desciende hacia el patio, y a la derecha, una horadación en el muro a la que acto seguido prosigue una pasarela semicircular de madera que conduce a la zona de exposición, pasando de estar en un espacio abierto interior a un espacio cerrado interior a través de un espacio cerrado exterior.

Las pendientes de subida y bajada, los largos recorridos, a modo de espiral, recuerdan la experiencia de pasear por la antigua Gibellina, por sus calles escalonadas, aquellas que veíamos en las fotos anteriores.

Por otra parte, en distintos puntos a lo largo del museo; se exponen esculturas que sugieren algunos aspectos similares a los del edificio: una serpiente, que se desliza lentamente pero que, de pronto, puede volverse amenazante, emula el paso lento del tiempo, pero que a la vez en un instante puede originar una reversión inesperada (el terremoto en la vieja ciudad), al igual que esos sinuosos recorridos por el espacio cultural; un caballo tumbado, que nos trae a la cabeza a aquellos restos humanos paralizados de Pompeya…

En la mitología griega, Leteo era uno de los ríos del Hades. Se pensaba que las almas, antes de ser reencarnadas en otros cuerpos, habían de beber de sus aguas, pues tenían la propiedad de hacer olvidar lo vivido en la existencia anterior. En definitiva, leteo hace referencia a la amnesia, al olvido, y aletheia, su negativo, al desvelo, al proceso de descubrimiento de la verdad. Venezia justamente persigue eso como idea principal de su proyecto: la ruina escondida, no visible desde ningún punto exterior del edificio; bueno, mentira, excepto en uno. Se trata de un pequeño hueco rectangular en el muro oriental del patio, al cual se accede a través de un camino localizado tras los pilares de la pérgola que antecede al edificio, de forma que al ir avanzando sobre él y acercándose al hueco, se nos desvela (aletheia), como un destello, el pasado, la memoria, el recuerdo de una realidad perdida.